La respuesta a esta pregunta está en función de lo que se entienda por felicidad. Si se le define como la ausencia de cualquier tipo de molestia o frustración, o como cuando todo funciona perfectamente, lo que pueden existir son únicamente momentos felices, los que, dicho sea de paso, serían bastante escasos. Si se asocia la felicidad con el logro de una meta, la felicidad durará poco, ya que la emoción es pasajera y probablemente a los pocos días o semanas estaremos pensando en qué otra cosa podremos encontrarla.
Por su parte, la gran mayoría de las personas piensan que serían felices si tuvieran mucho dinero, pues les daría la posibilidad de tener todo lo que quisieran y vivir una vida placentera y tranquila. Sin embargo, y como dice el refrán popular, “mientras más se tiene más se quiere,” por lo que muchas personas adineradas lejos de disfrutar su dinero viven pensando y preocupándose por cómo multiplicarlo. Además, el dinero no puede comprar la paz interior ni la alegría de vivir. Si vemos la felicidad como una actitud ante la vida, es muy posible que se convierta en una realidad. No implica ausencia de sufrimiento ni de obstáculos en la vida, pero sí una forma de asumirlos y de darles un significado del cual se pueda desprender un aprendizaje.
Tampoco tiene que consistir en un sentimiento de alegría desbordante. Más bien se asocia con sentimientos como paz, tranquilidad, contentamiento y completud. La felicidad puede acompañarnos mientras alcanzamos aquello que nos propusimos; hemos sido educados para lograr metas, pero no para disfrutar del camino que nos lleva a éstas. Lejos de depender del hecho de tener y acumular, la felicidad descansa más bien en el desarrollo de cualidades como la compasión, la tolerancia, el respeto y la solidaridad, así como de la capacidad de amar y de disfrutar de lo simple y lo cotidiano. Algo para lo que no se necesita más que el deseo y la voluntad de transitar por ese camino.