La muerte de un ser querido puede ser un evento devastador en la vida de cualquiera. Se debe de atravesar por un proceso de elaboración del duelo, es decir, de asimilar paulatinamente la desaparición de la persona hasta lograr un nuevo equilibrio emocional. Si hay algo que nos puede resultar difícil de creer es que nunca jamás en nuestra vida volveremos a ver a la persona amada. Sin embargo, la muerte puede adquirir un significado diferente.
Según afirman muchas de las más antiguas tradiciones filosóficas y religiosas tanto de Oriente como de Occidente, el ser humano es esencialmente un ser espiritual. Con base en esto, la muerte deja de ser simplemente el final de un ciclo en términos puramente biológicos, para convertirse en un evento trascendental dentro de la lógica superior de nuestro paso por este mundo, de su razón última de ser. Según han dicho durante siglos los líderes espirituales de estas tradiciones, los seres humanos somos esencialmente seres espirituales viviendo una experiencia terrenal y humana. Cuando somos capaces de percatarnos de esto –no solo de saberlo sino que también de sentirlo con certeza- comprendemos que el espíritu debe y merece volver a su hogar, a su estado original, en donde predominan la alegría y la paz absolutas.
Es imposible que se pierda el vínculo con la persona que partió. Si lo que nos unió es el amor, seguiremos cerca de ella aunque nos encontremos en planos distintos. El amor es considerado el sentimiento primario que da origen a todo lo que existe. Quien toca con amor la vida de sus semejantes deja huellas de eternidad, porque el amor nunca muere. No importa el tamaño de esa huella, persistirá en la vida de quienes tocó, los(as) que a su vez dejarán marca en otros(as) y así sucesivamente. La desaparición física de una persona no significa su final sino todo lo contrario; significa el inicio de una nueva etapa de su existencia en la vida de nosotros(as) y de su propio desarrollo espiritual.