Si a usted le pusieran a escoger qué prefiere entre: ser una persona más feliz, autorrealizada, solidaria y que sabe qué es realmente lo que quiere en la vida o, tener mucho dinero, poder, estatus y reconocimiento, ¿qué escogería? Probablemente, como muchas otras diría: ¡las dos cosas! No obstante, en la práctica, el asunto no resulta sencillo. Ser y tener, en nuestra sociedad, encierran valores muy diferentes.
El tener es aquello hacia lo que hemos sido educados. Se nos inculca desde pequeños que el éxito en la vida está en función de lo que se llegue a tener, por ejemplo, una profesión y ser exitoso en ella. Aunado a lo anterior, dinero para llevar un estilo de vida fundamentado en el consumo, es decir, en el acto de acumular más y más bienes; a pesar de no necesitarlos realmente la inmensa mayoría de las veces. Además, tener un lugar dentro del grupo de personas que llevan este tipo de vida y ser reconocido por ello. Este “ideal” de vida descansa sobre una serie de valores como los del individualismo, el egoísmo y una fiera competitividad. Se fundamentan, en un apego enfermizo a lo material y en una necesidad compulsiva de tener cada vez más; muchas veces sin importar quienes podrían verse afectados por las consecuencias (muchas veces somos nosotros mismos y nuestras familias). Según esta forma de ver el mundo, la persona siente que adquiere valor porque tiene.
Cuando hablamos del ser, hablamos del poder o de la capacidad para ser críticos de la sociedad en la que nos toca vivir, de distinguir lo efímero y banal de lo que es realmente importante en la vida. Hablamos del valor inherente a la capacidad para ser cada vez más auténticos y de hacer realmente lo que nuestras vocaciones nos dictan hacer, aunque no ganemos tanto como “deberíamos”, según se nos dicta socialmente. Incluye, también, la capacidad de reconocer las necesidades humanas que son realmente importantes y de comprometernos -desde el quehacer de cada cual- con causas que busquen mitigar el sufrimiento humano y crear mejores condiciones de vida; lo que equivale a incorporar a nuestras vidas el inmenso valor del servicio. No es que no se deba tener dinero, el asunto es preguntarnos para qué lo queremos: para sentir que tenemos un lugar y un valor ante nosotros mismos y ante los demás o como una plataforma que nos facilite desplegar, permanentemente, nuestra capacidad para ser.