«NO ESTOY DE ACUERDO CON LO QUE DIOS NO ESTÁ DE ACUERDO, YO SOY CRISTIANO(A).»
Es en resumen lo que he estado escuchando de algunas personas sobre la Marcha de la Diversidad de mañana.
Les diría tres breves cosas:
1. La idea que usted tiene de Dios es una de las múltiples ideas que puede haber. Si usted decidió que es la correcta y verdadera, y eso le ayuda en algo, es un asunto muy suyo. No imponga su forma particular de ver a Dios si a usted no le gustaría que le impusieran otras formas de verlo. Existen miles de millones de personas en este mundo con ideas de Dios muy diferentes a la suya.
2. Existen numerosos estudios teológicos serios y bien fundamentados que indican que no hay razones para pensar que en la Biblia se condene la homosexualidad. Si a usted le vendieron esa idea, tome en cuenta que muchas iglesias son profundamente patriarcales y heterocentristas (sólo aceptan la heterosexualidad), y que estos principios son responsables de altísimas dosis de sufrimiento y muerte en nuestras sociedades. Hay que tener mucho cuidado de dónde vienen las ideas o interpretaciones de lo que es Dios.
3. Tome en cuenta que, muy cómodamente, usted podría estar responsabilizando a su idea de Dios de su propia homo, lesbo, bi, trans, inter fobia. Esto es un desagradable defecto que sin duda provoca mucho daño a otros seres humanos, que son iguales en derechos y en dignidad a usted. Si quiere acercarse verdaderamente a los principios cristianos, puede empezar por predicar el amor encarnándolo, de lo contrario corre el riesgo de ser simple y tristemente un(a) cómplice más de esta sociedad en la que abundan el odio, las desigualdades y las injusticias.
Ejercer la paternidad es una oportunidad para navegar por las profundidades del significado de la sensibilidad, la ternura y la empatía…
Para aprender y apropiarnos de la lógica fundamental de la vida, de sus cadencias y variaciones, de fluir deliberadamente con la misma…
Para desarrollar la capacidad de percibir y habitar un mundo insospechadamente pleno de matices emocionales, vívido; que ha sido opacado por la racionalidad y el entumecimiento emocional…
Para descubrirnos en nuestras dimensiones humanas más profundas, y apropiárnoslas con todo su poder transformador…
Feliz día de los padres y los seres humanos que tenemos el derecho y la capacidad de ser…
Si usted es hombre, muy probablemente ha vivido esta experiencia: usted viene caminando por un lugar solitario, y una mujer se aproxima hacia usted en dirección contraria. Conforme ella se acerca, frunce el ceño y al pasar a su lado da la impresión de que teme que usted le haga o le diga algo, porque se distancia más de lo necesario con evidente recelo. Es muy posible que esa mujer, al igual que la inmensa mayoría, haya sido víctima de hostigamiento sexual callejero, incluso desde que era una niña.
Nos focalizaremos en el acoso sexual callejero cometido por hombres hacia mujeres, que es el que se da en la gran mayoría de las veces, y que consiste en hacer comentarios de índole sexual que por lo general son sumamente vulgares y ofensivos, realizar miradas lascivas hacia las partes íntimas, hacer sonidos con la boca, violentar el espacio vital y realizar tocamientos en contra de la voluntad de las víctimas, con la intención de atemorizarlas y humillarlas.
Acoso sexual callejero y machismo
En las sociedades machistas, en múltiples situaciones y contextos las mujeres son cosificadas, reducidas a una especie de objeto sexual destinado al placer de los hombres. Esto implica que se les desprende de su humanidad en el sentido más amplio, así como de su dignidad como personas. Hay mucho detrás de un acto tan común en las calles, y que hemos aprendido a ver como parte de la cotidianidad, sin dimensionar ni remotamente el impacto que puede tener para las víctimas.
Uno de los componentes fundamentales del machismo es la misoginia, que es el desprecio e incluso el odio aprendido socialmente hacia las mujeres y hacia lo femenino, y que se ve claramente manifiesto en el acoso sexual callejero. En el espacio público, las mujeres se convierten en objetos para ver, desear, humillar y someter. El acoso sexual callejero es una clara y evidente expresión de un abuso de poder, de cómo muchos sienten que tienen el derecho de provocar en sus víctimas tales sensaciones de miedo, frustración y vergüenza.
Y algo que hace más preocupante este fenómeno, es que no son pocas las veces en que tanto mujeres como hombres responsabilizan a las víctimas por recibir el este tipo de acoso, en lugar de poner la debida atención sobre quiénes lo cometen y por qué razones. “Es que andan muy escotadas y con enaguas muy cortas, y después no quieren que les digan nada”; “se ponen a andar por lugares solitarios y luego no les gusta que las toquen” o “ella se lo buscó, por andar tan maquillada y con ropa ajustada”.
Es impresionante cómo en el machismo, naturalizamos la conducta de acoso sexual hacia las mujeres y las responsabilizamos a éstas de algo que no desean. Se denomina acoso porque produce molestia, porque atenta contra la integridad emocional y física de las víctimas. Tenemos que llamar a las cosas por su nombre: el acoso sexual callejero es una forma de violencia.
Las mujeres, sin importar su edad, tienen derecho a transitar de manera libre y segura por los espacios públicos y de utilizar el transporte público sin ningún tipo de temor. Tienen derecho a vestir según sus preferencias, el clima o la moda. El asunto de fondo aquí no es cómo las mujeres decidan vestirse, sino el derecho que sienten muchos hombres de violentarlas.
Disminuida empatía
En el trabajo con grupos de hombres, suele ser común que al abordar este tema reaccionen con molestia, y tiendan a responsabilizar a las mujeres de recibir acoso sexual callejero, cuando comúnmente afirman que: “bueno, es que hombre es hombre, y muchas se visten para provocarlo a uno”. Sin embargo, es muy interesante observar lo que sucede cuando, mediante ejercicios consistentes en imaginar situaciones, es una mujer querida para ellos (una hija, su hermana o su esposa), la que es víctima de esta forma de acoso.
Ante esta situación, por lo general experimentan un fuerte enojo hacia el agresor, al cual muchos indican que sienten fuertes deseos de agredir físicamente. ¿Por qué reaccionamos de manera tan diferente en función de si es una mujer conocida o no, si el acto violento es el mismo y el impacto negativo que produce puede ser tan similar? Sin duda, esto nos lleva a uno de los grandes temas que los hombres tenemos que trabajar: nuestras concepciones, contradicciones y ambivalencias en torno a las mujeres y lo femenino; de la mano del desarrollo de la empatía (la capacidad para ponernos en el lugar de otra persona para comprender sus circunstancias y sentimientos), como una habilidad fundamental para la vida y la convivencia social.
Desnaturalizar la violencia
En muchos países, desde hace ya varios años, los hombres nos hemos organizado para reunirnos y reflexionar sobre nuestras masculinidades, sobre las formas en que fuimos enseñados a ejercer el poder, de cómo nos vinculamos con quienes nos rodean en los diferentes espacios en los que nos desenvolvemos y con nosotros mismos.
La construcción de las identidades masculinas implica la represión de un buen número de sentimientos y sensaciones, nos orienta a la dureza, la racionalidad y el distanciamiento emocional. Sin embargo, como se ha visto, este aprendizaje puede ser desmontado para asumir libre y responsablemente el proceso de apropiarnos de nuestro mundo emocional, lo que resulta una condición básica para el replanteamiento del ejercicio del poder machista y para construir formas alternativas, igualitarias y productivas de vincularnos. Asumamos el acoso sexual callejero hacia las mujeres con mirada crítica y empática. Desnaturalicemos y detengamos esta forma de violencia.
La dificultad para la vivencia de una emotividad plena parece ser un común denominador en la mayoría de los hombres que hemos crecido en sociedades machistas. La capacidad de ser sensibles y empáticos se encuentra por lo general muy disminuida. Sin embargo, los hombres no nacimos así; esta condición es resultado de la forma en que hemos sido educados desde niños, y responde a una serie de mandatos sociales: “los hombres deben ser fuertes físicamente y duros emocionalmente, racionales, deben hacer uso de un poder entendido en términos de mando y control sobre las demás personas,” entre otros.
Como consecuencia de esto, el enojo y diversas formas de violencia son legitimadas e incluso fomentadas en los hombres, al considerarse una expresión propia o natural de nuestras masculinidades. Es hora de que los hombres reflexionemos a fondo sobre este tema.
Masculinidad, poder y violencia
Desde las masculinidades machistas, se ejercen diferentes formas de violencia (psicológica, sexual, física y patrimonial) hacia las mujeres en múltiples ámbitos: de pareja, intrafamiliar, en la calle, en el trabajo; hacia niños, niñas y adolescentes; contra otros hombres y contra nosotros mismos.
Para comprender a fondo la violencia contra las mujeres, debe partirse del lugar de inferioridad en que históricamente éstas han sido ubicadas en nuestras sociedades. Esta percepción de las mujeres y lo femenino, produce que sean cosificadas y sometidas al poder masculino patriarcal. Por otra parte, en muchas formas de violencia contra nosotros mismos, está presente una negación de lo femenino; como cuando nos exponemos a situaciones de riesgo para afirmar nuestra virilidad, nos sobre exigimos a pesar del cansancio físico y emocional o cuando decidimos mantener bajo control y reprimir nuestros sentimientos a toda costa.
La negación y el rechazo de lo femenino en los hombres es un factor fundamental para comprender la dinámica del poder y la violencia en las masculinidades machistas.
Misoginia y homofobia: obstáculos para la emotividad
La misoginia es el rechazo y desprecio aprendido hacia las mujeres y lo femenino. Muchas de las emociones y roles tradicionalmente considerados propios de las mujeres, son precisamente los que son reprimidos en los hombres: el dolor, el miedo, la ternura, el cuido, la nutrición, la crianza desde la afectividad, las expresiones espontáneas de amor y de cariño. A su vez, la homofobia es el miedo y desprecio aprendido hacia los hombres gais. Predomina en el imaginario social la idea incorrecta de que éstos desean ser mujeres o renunciar a su masculinidad, por lo que se les ubica en el lugar de éstas y de lo femenino.
Con base en lo anterior, es fundamental hacer un par de aclaraciones. Además de partir de que no hay tal inferioridad de las mujeres ni de lo femenino, tampoco existen sentimientos propios de las mujeres ni de los hombres; sino sentimientos humanos. Por otra parte, desde el punto de vista científico, aunado a que no se ha encontrado nada que esté mal con las personas gais, se ha visto que la orientación sexual de una persona no está en función de los sentimientos que se le permita sentir y expresar o no durante la infancia o el resto de la vida.
Lo que se puede afirmar desde esta perspectiva, es que la amplitud del mundo emocional, la capacidad de experimentar, apropiarse y expresar sentimientos por parte de los niños varones es clave para el pleno desarrollo de su personalidad, pues está en estrecha relación con la posibilidad de desarrollar una serie de habilidades (inteligencia emocional) que les permitirán orientase de forma más auténtica y asertiva en los diferentes ámbitos de sus vidas. Los hombres, desde niños, tenemos el derecho a la emotividad.
El poder de la emotividad en los hombres
La emotividad es un potente medio para desarticular los mecanismos machistas vinculados a la violencia. El desarrollo de la sensibilidad y la empatía, es decir, la capacidad de ponernos en el lugar de las demás personas y su vivencia, crea las condiciones para el ejercicio de una forma alternativa de poder que descanse en la posibilidad de vincularnos con quienes nos rodean y con nosotros mismos en términos de respeto e igualdad. No hay riesgo alguno para los hombres en la emotividad, por el contrario, ésta implica la oportunidad de convertirnos en personas más capaces, plenas y lúcidas; y con el poder para impulsar el cambio.