En días pasados murió Bernard Law, cardenal de la Iglesia Católica, arzobispo emérito de la Arquidiócesis de Boston, Massachusetts, Estados Unidos, y miembro de la curia romana. Fue tristemente famoso por ser acusado de encubrir cientos de abusos sexuales y violaciones cometidos por sacerdotes contra menores de edad, entre 1984 y 2002. En lugar de llevar a los sacerdotes pederastas a la justicia, los trasladó a otras parroquias, lo que les dejó abierta la posibilidad de seguir cometiendo estos delitos. El escándalo lo hizo renunciar a su cargo.
A pesar de esto, Juan Pablo II lo nombró en mayo de 2004 arcipreste de la Basílica Santa María La Mayor, una de las cuatro basílicas más emblemáticas de Roma. Además, conservó su importantísimo puesto en el Colegio Cardenalicio y en la Congregación para los Obispos. En abril de 2005, celebró una misa en la Basílica de San Pedro.
Law también participó en el cónclave de abril de ese mismo año, en el que se eligió a Joseph Ratzinger como el papa Benedicto XVI. Ratzinger había tenido a cargo la Congregación para la Doctrina de la Fe, sucesora de la Sagrada Congregación de la Romana y Universal Inquisición. La amistad entre Law y Ratzinger es reconocida en el medio eclesiástico internacional.
¿Debería resultar sorprendente el accionar de las cúpulas del Vaticano ante los delitos cometidos por el Cardenal Law en contra de las niñas y los niños de la iglesia? Por supuesto que no. Se trata de una más de las atrocidades que esta institución ha cometido a lo largo de su historia, y que están muy bien documentadas.
Pero lo que sí resulta no solo sorprendente, sino que también sumamente preocupante, es la actitud que asume la inmensa mayoría de la comunidad católica ante este proceder, caracterizada por el silencio y la incapacidad de confrontar a esta institución y exigirle que sea consecuente con los preceptos que pregona.
El caso del Cardinal Bernard Law, evidencia la dañina efectividad de los mecanismos de colonización de nuestras consciencias utilizados por la Iglesia Católica, que al someternos a su autoritarismo moral, nos convierte al mismo tiempo en sus cómplices. Esto se observa cuando ante situaciones como esta volvemos la mirada hacia otro lado, o bien hacemos una defensa férrea de la iglesia ante las críticas y cuestionamientos que se le hacen.
Según diferentes medios de comunicación internacionales, en el funeral de Law, el decano del Colegio Cardenalicio, Angelo Sodano, no se refirió al escándalo en el que éste se vio envuelto y más bien afirmó que dedicó toda su vida a la Iglesia, y que «a veces a alguno de nosotros puede faltar a su misión». Por su parte el papa Francisco, en su intervención realizó una oración en la que se pide que el fallecido reciba un «juicio misericordioso».
Esto ha generado malestar y una serie de críticas, entre las que se ha cuestionado por qué el papa, que se ha caracterizado por romper en ocasiones el protocolo de determinados rituales de la iglesia, esta vez no lo hizo, teniendo una justificación moral de tales dimensiones para hacerlo.
¿Qué importancia tiene para la cúpula romana el sufrimiento de cientos de niños y niñas ante la traición que durante 18 años vivieron a manos de quienes percibían como seres muy cercanos a Dios, de quienes esperaban guía y protección amorosa? El Vaticano ha evadido las críticas afirmando que se trató de un funeral y no de un juicio de la vida de Law, lo que parece indicar la poca necesidad que sienten sus líderes por dar las explicaciones del caso a pesar de sus nefastos antecedentes. Después de todo, saben muy bien que la inmensa mayoría no se las pedirá.
No se pretende con estas líneas hacer un llamado para oponerse a la Iglesia Católica como un todo, a la religiosidad o, más aún, a la búsqueda de la espiritualidad. No se pueden perder de vista las múltiples historias y testimonios de mujeres y hombres que a lo largo del tiempo han encarnado la misión original del cristianismo. Tampoco se trata de incitar al odio, pues sería incurrir en la misma estrategia que ha utilizado esta institución para el logro de sus objetivos.
Para pensar en una sociedad racional, lúcida y capaz de exigir justicia ante cualquier afrenta a la dignidad humana, debemos ser capaces de liberarnos de ese temor paralizante generado por el autoritarismo moral proveniente de los fundamentalismos religiosos. Debemos redimirnos de este pesado y dañino lastre que habita nuestras consciencias.
Publicado en ELMUNDO.CR
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