Todas las personas, sin excepción, establecemos diálogos con nosotros/as mismos/as. Tan solo imagine la cantidad de veces en que diariamente escuchamos nuestra voz interior, y cómo esta interfiere permanentemente en lo que pensamos, sentimos y hacemos. En ciertas ocasiones esa voz, cuando habla de nuestros verdaderos deseos y anhelos, se convierte en una fuente de certeza y sabiduría, que nos orienta a tomar las mejores decisiones y a caminar por la vida con mayor autonomía y confianza. Sin embargo, tal y como probablemente suceda muchas veces, tenemos dificultades para escuchar nuestra propia voz, ya que se ve opacada y hasta silenciada por voces ajenas, sin que nos percatemos de ello.
Son las voces de todas aquellas personas que, aún con la mejor intención, en algún momento nos dieron como respuesta un sí porque sí o un no porque no, sin razonamiento alguno, o nos atemorizaron al amenazarnos con enojarse o decepcionarse de nosotros/as si no nos ajustábamos a lo que consideraban bueno, moral o adecuado. Estas voces se caracterizan por el tono autoritario con que nos hablan, juzgando y condenando muchos de nuestros sentimientos y deseos por considerarlos impropios, inadecuados e incluso ridículos. Cuando en las personas predominan estas voces ajenas se sienten inseguras, les invade la duda y su capacidad para escucharse y actuar en congruencia consigo mismas se ve disminuida, por lo que tienden a tornarse rígidas y desarrollan un temor hacia sus propios deseos.
Por el contrario, las personas que son capaces de escucharse saben con mayor frecuencia qué es lo que quieren y luchan por conseguirlo, corren riesgos y, se equivoquen o no, siguen hacia adelante, lo que les hace sentirse actores y no espectadores de su propia vida. Bien vale la pena cualquier esfuerzo orientado a mejorar nuestra capacidad para reconocer y escuchar nuestra propia voz interior, sin duda uno de los principios para vivir una vida más plena.