Cuando Luis C. vino a verme, lo primero que me dijo es que se sentía cansado de luchar por quitarse de encima la necesidad de ser perfecto. En el trabajo, con su esposa e hijos, en donde estuviera, este economista de 40 años vivía agobiado por la permanente e intensa demanda que experimentaba de tener que decir siempre lo correcto, hacer las cosas lo mejor posible, ser intachable, ser el mejor. A lo anterior sumó su poca tolerancia hacia la crítica, aunque fuese bien intencionada, y sus dificultades para relacionarse con figuras de autoridad.
Repasando su historia de vida, Luis C. narró lo siguiente: “mis padres fueron poco afectuosos conmigo, y cuando me halagaban lo hacían porque había hecho algo realmente bien, el resto del tiempo sentía que pasaba desapercibido, pensando qué hacer para llamar su atención…” El afecto que se ofrece de forma espontánea y sin condiciones es un alimento vital para los niños y las niñas, puesto que es el fundamento para el desarrollo de una adecuada autoestima. Si un niño(a) se siente querido(a) y aceptado(a) por el simple hecho de ser él o ella y de formar parte de su familia, podrá con mayor facilidad desarrollar las habilidades socio-afectivas que le permitirán transitar por la vida con mayor soltura, disfrute y autonomía.
En el caso de Luis C., la falta de afecto y aprobación lo hicieron crecer sintiéndose defectuoso e insuficiente para provocar el cariño incondicional de sus padres, y pensando que él mismo debía de ganárselo a base de méritos. Con la misma intensidad con que anheló recibir afecto, se abocó desde niño a tratar de “ser perfecto” para asegurarse que lo tendría y así aplacar la dolorosa sensación de ser insuficiente, sin haberlo podido lograr hasta el momento. El necesario, aunque poco frecuente ejercicio de reflexionar como padres y madres sobre la forma en que establecemos los vínculos afectivos con nuestros hijos e hijas, podría hacernos ver y corregir a tiempo quizá grandes errores que estamos cometiendo.