Miedo a la oscuridad

Desde que era una niña, para Ana Y. el suplicio comenzaba al llegar la noche. Hasta hace unos meses atrás, esta joven universitaria de 25 años, experimentaba un miedo muy intenso de ver alguna “aparición” al quedarse sola en su casa o en cualquier otro lugar, así como a la hora de irse a dormir.  Esta situación la había llevado al extremo de hacer hasta lo imposible por estar acompañada, y de dormir con la luz de su cuarto encendida.  Al venir a verme, se quejaba de lo cansada que se sentía de sufrir por causa de sus temores y de su dificultad para encontrar una salida. Indagando en su historia de vida,  Ana Y. me contó que cuando tenía 7 años sus padres entraron en una fuerte crisis en su relación de pareja, lo que hizo que ella reaccionara tornándose agresiva y peleona con sus hermanos y bajando su rendimiento en la escuela.

Ante esto, su madre con frecuencia la castigaba al decirle que ya no era una chiquita buena, que con su conducta lo que hacía era empeorar los problemas de la casa, y que a los chiquitos como ella se les aparecía el diablo para que escarmentaran. Muchos de nuestros temores tienen su origen en nuestros sentimientos de culpa, porque hemos aprendido desde niños/as que la persona culpable, la que ha hecho algo malo, merece un castigo.  La madre de Ana Y. lejos de entender que su hija se comportaba de esa manera por causa de problemas ajenos a ella,  quiso corregirla culpabilizándola por los mismos. Al llegar a creer desde niña que esto era así,  empezó a temerle a la oscuridad, anticipando el castigo anunciado por su madre.

Conforme Ana Y. comprendió el impacto de estos eventos pudo empezar a disminuir sus sentimientos de culpa, que en su caso eran totalmente injustificados, y actualmente experimenta menos temor a la soledad y a la oscuridad.  A muchos/as de nosotros/as se nos educó en nuestra infancia inculcándonos culpas y miedos. ¿Cuántos de los que llevamos dentro serán injustificados?.

Síndrome del Nido Vacío

Doña María, una señora de 60 años, me consulta porque desde que se casó el último hijo que le quedaba soltero, se ha sentido inútil, deprimida y piensa que ya no es importante para nadie, lo que de paso ha afectado la relación con su esposo.  Lo que doña María presenta es el Síndrome del Nido Vacío, que consiste en una serie de cambios en el estado de ánimo que experimentan muchísimas mujeres luego de que sus hijos se van de la casa.  En buena parte, éste tiene su origen en la educación que las mismas reciben desde niñas, según la cual uno de los roles más importantes, sino el primordial que deben de desempeñar durante su vida, es el de madres.

Esta responsabilidad puede tomar, en promedio, de veinticinco a cuarenta años de la vida adulta de la mujer, pues inicia con la crianza de los hijos y culmina con la satisfacción de muchas de sus necesidades luego de convertirse en adultos, y mientras vivan bajo el mismo techo. Esto hace que muchas mujeres dediquen su vida a su hogar y a quienes le rodean, y que descuiden, en ocasiones por completo, sus propias necesidades, anhelos y aspiraciones.  Me contaba doña María que: “la carga de trabajo es tanta y por tantos años que ni siquiera me acordaba que yo existía. Ahora más bien no sé que hacer con tanto tiempo disponible.”

En este tipo de casos, es de vital importancia que la persona reconozca que ha llegado al final una etapa de su vida, que debe superar esa pérdida, aceptar sus nuevas circunstancias y seguir adelante. A pesar de que al principio no lo consideran así, es mucho lo que estas mujeres pueden hacer para superar este síndrome. Si se trata de una persona adulta mayor, puede integrarse a un grupo que le ofrezca la posibilidad de utilizar su tiempo disponible adquiriendo conocimientos y desarrollando diversas destrezas, como pueden ser artísticas, artesanales o de cualquier otro tipo.  Hay que recordar que el ser humano nunca termina de aprender. Su capacidad para crecer es ilimitada, por lo que esta etapa de la vida, si se asume de manera positiva, puede ser una época para reencontrarse, asumir nuevos retos y disfrutar esta nueva forma de transitar por la vida.

Pereza

Meses antes de salir del colegio, José A. tenía muy claro qué haría a partir del próximo año:  ingresar a la carrera de Ingeniería Civil, ayudarle a su padre en su negocio, seguir jugando fútbol los domingos en la mañana y salir con sus amigos y amigas y su novia.  Pensar que pronto asumiría su rol de estudiante universitario le entusiasmaba muchísimo. Sin embargo, un año después, José A. se quejaba frecuentemente de la pereza que le provocaba tener que cumplir con la gran cantidad de compromisos y responsabilidades que había adquirido. Decía que se sentía a disgusto y que las cosas no le llenaban como antes.  En una ocasión le pregunté si había algo en particular que  hubiera dejado de hacer desde que salió del colegio, ante lo que me respondió “pues sí, antes cuando me encontraba solo acostumbraba escribir sobre lo que sentía y a veces   hasta uno que otro poema, pero no tengo tiempo para eso ahora”.

Contar con un espacio para estar con nosotros(as) mismos(as) y así poder escucharnos, hacer un balance de cómo nos sentimos, identificar nuestras prioridades, tomar decisiones o simplemente hacer lo que queramos es algo indispensable.  La forma de lograrlo varía de una persona a otra; podría ser por ejemplo escuchando música, haciendo ejercicio, meditando antes de dormir o escribiendo.  La forma convulsa y acelerada en que vivimos en la actualidad nos obliga a desempeñar diferentes roles y a realizar un sin número de actividades cotidianas, lo que bien puede, si nos descuidamos, llegar a convertirnos en una especie de seres robotizados,  automatizados. Cuando perdemos de vista el sentido y el disfrute que debería acompañar a todo lo que hacemos, emerge la pereza.

Al verse en su nueva faceta como universitario José A. pensó que ya no tendría tiempo para escribir, y a los pocos meses estaba atrapado en una  rutina asfixiante, tanto que ni siquiera había tenido oportunidad de percatarse de ello.  Luego de comprender esto, a José A. empezó a hacerlo de nuevo y, como era de esperar, luego de unas cuantas semanas había reorganizado su tiempo y redefinido sus prioridades, lo que le permitía sentirse mejor y lograr un mayor disfrute en sus actividades diarias.  A pesar de que se nos ha enseñado que la pereza “es el diablo”, que es sinónimo de vagancia y que solo habita en mentes ociosas, más bien es una señal que podría estarnos indicando que algo en nuestro interior no está bien, que necesitamos escucharnos más, que estamos viviendo vidas monótonas y aburridas.

Adicción al trabajo

Quien padece de adicción al trabajo sufre de una compulsión que hace que dedique una cantidad de tiempo mayor del necesario al desempeño de sus funciones; las que llegan a adquirir un carácter de mayor importancia o urgencia con respecto a otras actividades de su vida. Es por esto que este tipo de personas, en su mayoría hombres, dejan de lado, o en un segundo plano, momentos tan importantes como el compartir en familia, con los amigos, el descanso y la recreación. Como en toda adicción, es común que la persona niegue que tenga un problema. Sin embargo, en la adicción al trabajo, la dificultad para aceptarlo puede ser aun mayor,  ya que tanto en su entorno social como en su centro de trabajo, suele recibir reconocimiento y admiración.

Con mucha frecuencia, estas personas encuentran una serie de justificaciones para su conducta. Entre las más frecuentes encontramos: “es que necesitamos más dinero en casa”, “lo hago para garantizarle un mejor futuro a mi familia”, “tengo que aprovechar esta oportunidad y que estoy joven y sano”, y “voy a seguir así solo por un tiempo más.” Por su parte, entre sus rasgos de personalidad más comunes están que son autosuficientes, competitivos, perfeccionistas, muy eficientes y que les cuesta delegar responsabilidades en sus compañeros o subordinados. También, suelen llevar sus problemas de trabajo a la casa durante las noches y fines de semana y, con frecuencia, por causa de esto tienen problemas con su pareja y/o familiares cercanos.

Con el paso del tiempo, esta problemática puede acarrear consecuencias a nivel de salud tales como la ansiedad crónica, los trastornos psicosomáticos y el infarto. En muchos casos, el divorcio se constituye en otra de sus secuelas. La compulsión al trabajo no necesariamente responde a razones de índole económico. Muchas veces es una forma de huir a los vínculos de intimidad por causa de la insatisfacción que puede provenir de la relación de pareja y/o de problemas familiares. Asimismo, puede ser una forma de compensar sentimientos de vacío y frustración por no hacer lo que realmente se quiere, o por una sensación de poca valía personal. En todo caso, es una señal que nos indica que debemos hacer un alto en el camino para reconsiderar nuestra escala de valores y de prioridades para nuestra vida.