El día que murió su madre, Manuel no fue capaz de derramar ni una lágrima, y esa misma noche salió con un grupo de amigos a bailar y a tomarse unas cervezas. 15 años después este hombre, alto, fornido y con 35 años, vino a consulta psicológica quejándose de una fuerte depresión acompañada de una serie de fobias o “miedos irracionales” muy intensos. Sentía pánico al subirse a los autobuses y al permanecer en espacios abiertos, y con frecuencia sentía que iba a sufrir un ataque cardiaco fulminante. Dichos síntomas habían venido impidiéndole llevar una vida normal, ya que con frecuencia no podía atender su propio negocio ni salir a la calle solo. Incluso esta situación, que con facilitad lo llevaba al borde de la desesperación, había empezado a afectar la relación con su pareja, con quien tenía un niño de un año.
Uno de esos días en que Manuel asistió a consulta, mientras recordaba el día en que murió su madre logró entrar poco a poco en contacto con aquellos sentimientos de soledad y dolor que habían permanecido ocultos durante tanto tiempo. Esa tarde pudo llorar tanto o talvez más de lo que debió haber llorado ese trágico día. A partir de entonces empezó a comprender que el dolor contenido había crecido durante años junto al miedo de enfrentarlo, hasta que este último se desbordó y adquirió la forma de diversas fobias. Unas semanas después Manuel mostraba otro semblante, se sentía mejor y había fortalecido su confianza en su capacidad de salir adelante de este trance.
En una ocasión me dijo “ahora pienso que el dolor no es un castigo que nos impone la vida para que escarmentemos. El dolor es simplemente parte de la vida, si se sabe enfrentar nos ofrece la oportunidad de aprender, a través de él, a conocernos mejor a nosotros mismos…”