Una joven universitaria me consulta porque tiene dificultades para poner límites, sobre todo con figuras de autoridad, y quiere saber cuál puede ser la causa. Poner límites es una habilidad social, es decir, propia de la interacción con otras personas, que consiste en poder poner un alto a una situación que nos hace sentir incómodos(as) o molestos(as). Un ejemplo de lo anterior es cuando le pedimos a alguna persona que deje de hacer algo que no nos gusta y le decimos por qué.
Cuando hay dificultad para hacer esto, sobre todo con figuras de autoridad, debemos de analizar la forma en que establecimos vínculos con ellas desde pequeños(as). Cuando las relaciones con el padre, la madre, y/o quienes hayan cumplido con este rol se dan a través de una autoridad racional, es decir, respetando las necesidades, prioridades y preferencias del niño(a), se crean las condiciones para que éste(a) pueda de forma libre y espontánea comunicar sus molestias con la certeza de que se le escuchará y se actuará en consecuencia. Por el contrario, cuando se trata de una autoridad impositiva, donde el criterio de peso es la opinión, el deseo o la prioridad del(a) adulto(a), el(a) niño(a) aprende que sus sentimientos y necesidades no son tan importantes o que son inadecuadas, por lo que siente que no merece exigir que la situación negativa se detenga. Asociado a lo anterior se genera un sentimiento de temor e impotencia cuando al(a) adulto(a) que se le pone un límite se enoja, o cuando en el peor de los casos lo pasa por alto.
En la vida adulta, cuando la persona no ha desarrollado esta habilidad, sufre porque debe “pasarse por encima” constantemente, lo que le genera sentimientos de frustración, inseguridad y cólera consigo misma. Nunca es tarde para aprender a poner límites, requiere de un esfuerzo inicial, pero las ganancias son de incalculable valor. Es un acto de autoafirmación y auto cuidado, de darse a valer y a respetar.